De acuerdo, para manejar un vehículo no es necesario ser científico de la NASA. Sin embargo, para conducir con un poco de seguridad sí que resulta útil tener frescos algunos conceptos básicos, muy elementales, sobre lo que supone mover un objeto a una cierta velocidad y pretender que su ruta se ajuste al trazado que le proponemos.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que un coche se mueve porque nosotros se lo ordenamos. Si no le hacemos nada, el coche se queda como estaba: quietecito en su lugar de estacionamiento. Otra cosa es que se nos lo lleve una riada, la grúa municipal o el chorizo de turno. Pero quitando estas excepciones, un vehículo sólo se mueve por nuestra voluntad.
El coche reacciona a nuestras acciones como conductores. Por eso no tiene sentido decir que «el coche se nos va». Cuando un coche «se va», hay que pensar que algo le habremos hecho para que se vaya. Cuanto más claros tengamos algunos de los principios físicos que rigen al poner un cuerpo en movimiento, mejor sabremos elegir nuestras acciones para tener controladas las reacciones de nuestro vehículo.
Cuando un objeto se pone en movimiento influye sobre él
una fuerza llamada la inercia. Dicho de forma llana, la inercia es la resistencia que opone el objeto a detenerse. Poniendo un paralelismo, sería lo que «tira de nosotros» cuando nos lanzamos por una pendiente, intentamos parar en seco y nos resulta imposible sin precipitarnos hacia adelante. Esa inercia puede afectar a su movimiento en un plano longitudinal (en la dirección de la marcha), transversal (perpendicular a la dirección de la marcha) o vertical (lo cual no siempre significa perpendicular al suelo). En cualquier caso, hay que tener en cuenta que, como ocurre con las fuerzas, la inercia sólo sabe moverse en línea recta, por lo que no entiende de curvas. Dicho de otra forma, una inercia longitudinal excesiva al inicio de una curva es una mala compañera de viaje. Y si es transversal, también.
La inercia será mayor cuanto mayor sea la energía cinética que acumule el vehículo en movimiento. Y esta energía depende de la masa del vehículo y la velocidad a la que se desplace. La fórmula que define esta energía es Ec=1/2mv2 (con perdón), lo cual significa, sencillamente, que cuanto más pesa un vehículo (cuanto mayor es su masa), más energía cinética acumula. Y cuanto mayor es su velocidad, mucho mayor es esa energía cinética. El hecho de que la velocidad se multiplique por sí misma (en la fórmula aparece elevada al cuadrado) indica que cuando este factor aumenta se disparará la cantidad de energía cinética que acumule el vehículo.
Hay que tener en cuenta que la energía ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Por eso, para que un vehículo se detenga, habrá que transformar toda la energía cinética que haya acumulado al moverse. Normalmente esta energía se transforma en calor por efecto de la fricción de los elementos de frenado, por el rozamiento de las ruedas contra el asfalto y por el rozamiento de toda la carrocería contra el aire que la rodea.
Cuanta más energía acumula un vehículo, más espacio necesitará para transformar su energía cinética hasta detenerse. Lógico, ¿verdad? Y si sufre una colisión, los daños que experimente el vehículo serán mayores, puesto que la energía cinética se transformará de forma violenta mientras el vehículo reduce su velocidad de forma precipitada.
Dicho de otra forma: el hecho de que un coche pese más que otro no garantiza una mayor seguridad, puesto que la masa del vehículo es uno de los factores determinantes en la acumulación de energía cinética. El otro, evidentemente, es la velocidad, y lo es en mayor medida. Esa garantía de seguridad que a veces se atribuye a los coches grandes vendrá dada en realidad por el dominio de la velocidad y por el diseño del vehículo, que influirá especialmente en la capacidad del automóvil para adherirse al suelo.
En el terreno de la adherencia hay un concepto útil para comprender las reacciones de un vehículo: el centro de gravedad. Se entiende como centro de gravedad el punto de aplicación de las fuerzas que actúan sobre un cuerpo. Cuanto más bajo esté localizado, mayor adherencia tendrá el vehículo sobre el terreno. Pero este centro de gravedad sólo es estable cuando el vehículo circula a velocidad constante y en línea recta. Al acelerar, al desacelerar y al girar el centro de gravedad se desplaza.
Es lo que se denomina transferencia de masas. Cuando aceleramos, el centro de gravedad se transfiere a la parte posterior del vehículo. La parte anterior se eleva y la posterior baja: es lo que se llama encabritado. Por contra, al frenar el coche experimenta un hundimiento por la parte frontal mientras que la parte posterior tiende a levantarse. Al girar, se aprecia un movimiento de balanceo: el vehículo se agacha por un lado y se eleva por el opuesto. Si el coche ha acumulado mucha energía cinética, la transferencia de masas será brusca con el consiguiente riesgo de pérdida de adherencia.
Pero, ¿qué es la adherencia? Es la capacidad que tiene el vehículo de mantenerse en contacto con el suelo. De la adherencia dependerá que el vehículo disponga de una capacidad de tracción y direccionabilidad sobre un terreno concreto. Y que el vehículo mantenga su adherencia vendrá condicionado por la masa y velocidad del vehículo, la calidad de los neumáticos y el estado del suelo.
Hay que tener en cuenta que la adherencia se manifiesta en dos sentidos: longitudinal y transversal. La adherencia longitudinal funciona siempre a costa de la adherencia transversal, y viceversa. Cuando aceleramos o frenamos echamos mano de la adherencia longitudinal. Cuando giramos, utilizamos la adherencia transversal. Si empleamos toda la adherencia longitudinal, por ejemplo porque frenamos de forma brusca, nos quedaremos sin adherencia transversal y el vehículo no podrá girar aunque haya una curva. Si por contra utilizamos toda la adherencia transversal, el vehículo no podrá avanzar longitudinalmente siguiendo la carretera, por lo que podría salirse de la vía.
Lógicamente una conducción suave y progresiva es una buena garantía para la seguridad. Pero no hay que olvidar la importancia de cuidar el sistema de suspensión y las ruedas, muy especialmente los neumáticos. Sin unos neumáticos en buen estado no tendremos adherencia, perderemos la capacidad de tracción y direccionabilidad y nuestro automóvil quedará a merced de las leyes de la Física. Dicho de otra forma, si no cuidamos nuestras ruedas no podremos garantizar que llevaremos el vehículo adonde nosotros queremos y quizá acabaremos diciendo que el coche «se nos va».