Antes que conductores, todos somos peatones. Y una vez conseguimos el permiso de conducción, seguimos siendo peatones durante toda nuestra vida. Sin embargo, esta dicotomía no implica que la convivencia entre vehículos y personas de a pie sea fácil.
Como muestra, quiero compartir con vosotros tres anécdotas tan reales como la vida misma, que si bien tampoco tienen nada de extraordinario, sí que nos servirán de examen de consciencia para ver si estamos llevando de forma lógica la relación entre conductores y viandantes.
El primer caso ocurrió cuando aún portaba la placa de la L en la chepa (es irónico que, aunque no es que haga demasiado tiempo, ya me puedo permitir sonreír y decir «que verde estaba»). No hacía demasiado que había anochecido, y la calle de la periferia de Barcelona por la que me acercaba a una de las arterias principales de la ciudad estaba en calma.
Yo circulaba con bastante tranquilidad y sin prisas, disfrutando de la sensación de circular por la ciudad sin un tráfico agobiante, y sobre todo de la agradable compañía que sentada a mi derecha. De repente, de la más absoluta nada apareció un joven entre dos coches aparcados, intentando cruzar la carretera. No le hubiera dado más importancia, de no ser porque ocurrió a escasos tres metros por delante del morro de mi coche.
Dicen los expertos en seguridad vial que hay que evitar los volantazos. Y sin ser experto, yo mismo lo he dicho y escrito más de una vez. Pero reeducar un acto reflejo no siempre es fácil, y no pude evitarlo. Si hubiera habido un vehículo en el carril continuo, probablemente le habría dado un buen golpe. Y a causa de ese golpe, no habría podido apartarme, atropellando igualmente al chico.
Pero aquél día, como he dicho, la calle estaba prácticamente vacía. Así, pues, el imparable y probablemente inadecuado acto reflejo evitó las llamas sin obligarme a caer en las brasas. Al escuchar el frenazo, el individuo se giró y gesticuló, levantando los brazos. Nunca lo sabremos con con certeza lo que dijo, quizá algo así como «coñ… cáspita».
El segundo ejemplo es, en realidad, un representante de algo que vivo cada día. Mi propia calle está bastante contrahecha, en apenas 300m hay al menos tres estrechamientos por donde es imposible que pasen dos coches a la vez. Estas estrangulaciones de la calzada son provocadas por el muro de un edificio construido en la época donde aún no se había inventado el vocablo «planificación».
Para más inri, pasan camiones con preocupante frecuencia: el que va al supermercado, el que va al carbonero, el que va al taller de confección… Una pesadilla. Ese día en concreto, me vi con la necesidad de esperar antes de un estrechamiento a que pasara un camión que venía en sentido contrario. Como de costumbre, me acerco lo más posible al bordillo derecho, dejando todo el espacio posible a mi izquierda.
Sin embargo, esta vez era diferente. El camión no se movía. ¿Qué ocurre?, me pregunté. Ah, mira: hay una mujer empujando el carrito de su hijo en la calzada. La mujer tenía dos opciones: hacerlo por el lado del muro, o por el otro donde hay una agradable acera. ¿Qué elección creéis que hizo? En principio, la elección es fácil: si no quieres que le pase nada al niño, lo mejor es llevarlo por donde los vehículos de motor no entran…
Entonces, ¿por qué iba tranquilamente cerca del muro, delante del paciente camión? Bueno, que se le va a hacer. No tuvimos más remedio que esperar el beneplácito de la dulce madre para proseguir nuestro camino.
Pero la cosa no acaba ahí. Cien metros más adelante hay una furgoneta aparcada a la derecha, justo el lado donde está prohibida incluso la parada. Bueno, no pasa nada, como no viene nadie de cara, intermitente y la rebaso por la izquierda. ¡Ah! Pero no puedo… Caminando por el borde izquierdo de la calzada hay un señor mayor. Y en este punto sí que hay acera en ambos lados, así que este buen hombre podía dejar de molestar simplemente subiéndose al bordillo.
Yo soy una persona que difícilmente se enfada, pero eso no significa que me calle las verdades. Y todo tiene un límite. Cuando el hombre pasó por mi lado, mientras ponía primera no pude evitar decirle «por la acera, hombre» (y juro que dije exactamente eso, ¿eh?). El hombre me miró extrañado, incrédulo que alguien haya cuestionado su derecho a molestar.
La última anécdota ocurrió cerca del trabajo de mi señora progenitora. Me ocurrió una de las cosas más agradables que le pueden acaecer a un automovilista, encontré un lugar de aparcamiento libre a menos de un minuto caminando de mi destino.
Como sabéis, lo normal es pararse un poco por delante del hueco, para después entrar marcha atrás. Pero en esta ocasión no pude hacerlo así. ¿Por qué? Pues, de nuevo, porque había una pareja caminando por la calzada. Iban en dirección contraria a mi, así que tuvieron que «esquivarme» para seguir con su paseo.
Lo que ocurrió a continuación es algo que sólo puedo bautizar con el nombre de recochineo. La parte masculina de la pareja me miró por la ventanilla y dijo: «ya me he dado cuenta de que querías aparcar».
Reconozco que no supe cómo reaccionar, así que me limité a avanzar los tres metros que me hacían falta para tener espacio y realizar la maniobra. Mientras ponía la marcha atrás para meter el culo en el hueco, pensé «ojalá existiera una zona reservada a peatones donde pudieran circular por la calle tranquilamente sin molestar a los vehículos, que no son tan ágiles para esquivarlos; y sobre todo, para caminar con mayor seguridad protegidos de los coches».
En el proceso de pensar esto, mi rueda trasera llegó al bordillo, indicándome que había terminado la primera fase del estacionamiento. Eso me hizo caer en la cuenta. Miré hacia atrás, vi esa zona pavimentada con baldosas, delimitada por el escalón que mi neumático trasero había notado. No pude más que pensar «peazo invento, la acera».
Fotos | Daquella manera, morenoandres, Arkangel