Llegaré… cuando llegue

Josep Camós

18 de agosto de 2010

Hace unos días fui a visitar a mis padres, que viven más o menos a unos… (un momento, que lo miro) 65 kilómetros, y una vez allí me hicieron una pregunta a la que no supe contestar: ¿cuánto se tarda de mi casa a la suya? Me encogí de hombros. Por lo que veo en ViaMichelin y en Google Maps el trayecto debí de cubrirlo en una hora aproximadamente. Pero necesito internet para saberlo.

¿Por qué? Pues porque rara es la vez que miro el reloj mientras conduzco, y entiendo que llegaré a mi destino exactamente en el preciso instante en el que cierre la puerta del coche por fuera y le dé un toque al botón del telemando. Hasta entonces, estaré conduciendo y por lo tanto de nada me sirve mirar qué hora es ni cuánto ha transcurrido desde que salí de casa. Así de sencillo.

¿Así de sencillo?

Reloj de bolsillo

En algún lugar del pasado recuerdo haber leído que el reloj de pulsera desbancó al tradicional reloj de bolsillo a medida que comenzó a popularizarse el uso del automóvil, ya que para mirar la hora resultaba mucho más cómodo levantar la muñeca que rebuscar en un bolsillo de plastón situado en la parte anterior del chaleco o la chaqueta mientras se está sentado al volante.

Y ahora yo, dándole una paradójica vuelta de tuerca al asunto, decido que ni de bolsillo ni de pulsera ni enmarcado en un display siempre visible en el salpicadero del coche. Si conduzco, no miro el reloj. “Hombre, pero algún control sobre tu tiempo debes de tener”, escucho que me dice alguno de los que me leéis. Pues… no. ¿Y sabéis por qué? Porque concibo que el tiempo que tarde, el que sea, será imposible de acortar así que, ¿para qué quiero calentarme la cabeza?

Gestión del tiempo mientras no conducimos

Dicho de otra manera, creo que puedo disponer libremente de mi tiempo siempre y cuando no esté conduciendo. El tiempo que dedicaré a la visita en casa de mis padres, a comprar en la tienda de turno o a hacer fotos de las gaviotas del puerto es el tiempo restante, ya que el tiempo de conducción es innegociable, al menos a la baja, que de incrementarlo ya se ocupará el estado del tráfico o mis ganas de parar el coche y echar a andar en mitad del trayecto.

No miro la hora, y de esta forma me evito de entrada esas continuas distracciones y muchos nervios que causa el inquietante “¿cuánto falta para llegar?”, que no es más que la versión infantil del “¿cuándo vas a llegar?”, esa pregunta supuestamente adulta pero absurda donde las haya para hacer por teléfono a alguien que lleva entre manos un vehículo y cuya respuesta más coherente sólo puede ser esta:

Cuando haya llegado te lo digo.

Lógicamente hago dos excepciones a mi norma de no mirar la hora que es cuando estoy en el coche: la primera se da cuando estoy trabajando, ya que se me exige puntualidad británica en los relevos de alumnos y procuro cumplir con esa premisa, normalmente gracias al dominio que tengo sobre la zona en la que trabajo. Y la otra son los trayectos largos, cuando salgo de viaje, pero ahí juego también con ventaja ya que tengo mis zonas de descanso previamente programadas. En cualquier caso… llegaré cuando llegue, ni más ni menos.

¿No os pone nerviosos que los que os esperan os llamen por teléfono para saber cuándo llegaréis?

Foto | Kyle Kruchok, Jo Bourne, Josep Camós