La angustia de aparcar el coche

Jaume

25 de junio de 2011

No creo que me den un premio al descubrimiento del año al decir que encontrar una plaza de aparcamiento puede llegar a ser muy complicado. Sobre todo en ciertas zonas de las grandes ciudades.

Más aún si añadimos el requisito de que sea gratuita… quiero decir, legalmente gratuita.

Al escribir esta última frase, me imagino a más de un lector sufriendo un ataque de risa. Como si en una sociedad en que nos hemos empecinado a vivir todos demasiado juntos pudiéramos permitirnos el lujo de regalar poco más de media docena de metros cuadrados a cada persona que se encapriche en poseer un vehículo.

Incluso nos proponemos vivir los unos encima de los otros para reducir la superficie necesaria para acumular la misma cantidad de personas. Hasta el punto que en ocasiones nuestros hogares limitan con otros a izquierda y derecha por arriba y por debajo (normalmente nos dejan por lo menos las otras dos caras libres, la fachada y el patio de luces… aunque seguro que hay excepciones).

No seré yo quien inicie aquí un debate en contra de este modelo. Sin duda, no es el sitio. Pero es un hecho, y es una de las raíces que alimentan los problemas de aparcamiento, que es lo que hoy nos atañe. La otra raíz es el interés de cada ciudadano de tener un vehículo privado propio.

Aparcamiento de pagoPor que si a un gobierno municipal se le ocurre prohibir las viviendas de más de dos pisos, o reducir las áreas peatonales y parques para dejar sitio a los vehículos de todos y cada uno de los vecinos,… no sólo no volvería a salir elegido nunca jamás. Probablemente, el alcalde tendría que huir por patas.

Así las cosas, la única solución es aplicar la misma receta con los vehículos que hemos utilizado con nosotros mismos: amontonarlos unos encima de otros. Otrosí, normalmente los amontonamos debajo de nuestras propias viviendas y calles. Pero como los aparcamientos subterráneos no se excavaran en el subsuelo por arte de birlibirloque, a menudo los dueños de los mismos, muy a su pesar, se ven obligados a cobrar por su utilización.

Con todo esto, huelga decir lo que todos ya sabemos. Apenas hay sitio para que los propios habitantes de la misma ciudad depositen sus vehículos particulares en las calles. Si a esto sumamos los visitantes externos, que acuden a la capital, llegamos a una situación bastante insostenible.

Pero lejos de la conciencia colectiva, al final el pobre diablo que llega a los mandos de su vehículo lo único que sabe es que no puede acercar. Pasa el rato, da vueltas y vueltas, pero no hay manera. Si el susodicho tiene la sana intención de dejar su vehículo en un lugar gratuito, quizá porque tiene que estar mucho rato, la situación se convierte en kafkiana.

Como todos sabéis, puede llegar a ser desesperante, agobiante. Una angustia que, sin duda, no es el mejor estado mental para controlar una máquina de acero en un entorno sobre saturado.

En estas circunstancias, sinceramente no es de extrañar que al final se pierda el respeto por las reglas. Pasos de peatones, paradas de autobús, badenes… al final, sólo importa que el tiempo de detención estimado vaya en proporción con la caradura del conductor.

Sin duda, la culpa de quien incumple una norma es de dicha persona. Sobre todo, si con ello molesta a sus conciudadanos. Pero debemos e reconocer que, entre todos, no nos lo ponemos nada nada fácil.

Fotos | Daquella manera