Es lógico pensar que, con los años de ponerlas en práctica, todas las habilidades relativas al manejo de estas máquinas repletas de caballos irían aumentando. Y, de hecho, es algo que he podido notar en mi propia piel en estos cinco años y medio desde que un funcionario público tuvo a bien decidir que yo no era un peligro excesivo para el resto de automovilistas. No obstante, hay un aspecto concreto en el que me noto cada vez más torpe: Encontrar el coche en el aparcamiento.
Haciendo un poco de psicología de salón, mi teoría al respecto es que, al principio, estaba tan sumamente preocupado de volver a encontrar que ponía todos los recursos cognitivos a mi alcance para recordar la ubicación exacta de la plaza seleccionada. Sin embargo, con los años, uno empieza a circular de forma más automática, con menos estrés (pero el mismo interés, por el bien de la seguridad).
El resultado: dar vueltas y vueltas por un mar de vehículos, sintiéndote cada vez más tonto e inútil. Intentar buscar referencias es baladí, todas las columnas parecen iguales. Todas las paredes están pintadas de la misma guisa. Diablos, ¿puede incluso que haya dejado en coche en una planta deferente a la que estoy ahora? ¿Te fijaste si habían dibujados unos caballitos de mar?
Porque mira que los señores y señoras que regentan estos espacios únicamente destinados a que la gente deposite sus vehículo hacen de todo para que los conductores lo tengamos más fácil a la hora de encontrar el coche en el aparcamiento. Lo pintan todo de colores según zonas, ponen dibujitos infantiles para hacer el proceso de búsqueda más visual, y hasta hacen una cuadrícula con números y letras al más puro estilo de hundir la flota.
Pero nada, macho, no hay tu tía. Al final uno siempre acaba dando vueltas pulsando repetidamente el botón de la llave, esperando atisbar el destello de los intermitentes anunciando la apertura de las puertas. Y, si en una de esas, a lo lejos se escucha un sordo chasquido apenas audible, remotamente similar al sonido del cierre centralizado, levantamos la cabeza y giramos el cuello cual sabueso.
La ayuda tecnológica
Sería fantástico escribir esta sección diciendo que es posible dar una orden al reloj de muñeca, del estilo «estoy en la puerta, ven a buscarme«, y que acto y seguido apareciera nuestro vehículo listo y dispuesto para llevarnos de vuelta a casa. Pero me temo que este lujo sigue siendo exclusivo de David Hasselhoff.
Eso no quiere decir que las nuevas tecnologías no nos proporcionen algunos truquitos nuevos que nos hagan más fácil el encontrar el coche en el aparcamiento. Curioseando por las diferentes tiendas de aplicaciones para móviles inteligentes no es difícil encontrar algunas, gratuitas, que haciendo uso del GPS permiten marcar la ubicación donde dejamos el coche, para después guiarnos hasta él.
No obstante, este tipo de aplicaciones son más apropiadas cuando aparcamos en una ciudad desconocida, ya que nos permitirán encontrar el camino de vuelta. Probablemente también serían útiles en un aparcamiento al aire libre. Pero, sin duda, serían del todo inútiles en los habituales aparcamientos subterráneos.
Otra ayuda que nos proporciona la tecnología móvil son las cámaras de fotos. Incluso antes de ser inteligentes, los móviles ya tenían una cantidad indecente de megapíxeles. Basta con bajarse del coche, sacar el teléfono y tomar una fotografía de la columna más cercana. De esta forma, tendremos a mano un recordatorio de color, animalito y coordenadas.
La ayuda cognitiva
Debo reconocer que siento algo de vergüenza al tener que depender de la tecnología para algo que debería ser tan mundano como encontrar el lugar donde yo mismo tuve a bien dejar el coche. La tecnología está ahí para hacernos la vida más fácil y todo eso, solucionando incluso necesidades que ni siquiera sabíamos que teníamos. Pero ese nivel de dependencia suena hasta denigrante para el ser humano.
En definitiva, yo soy consciente de que tengo en la cabeza lo necesario para encontrar el coche en el aparcamiento. Lo sé, porque durante los primeros dos o tres años de tener carnet no necesitaba dar vueltas como un pollo al ast. La diferencia radica en que la novedad que la situación representaba años atrás hacía que mi cerebro prestara la atención requerida de forma automática.
Hoy, con los años, no lo hace. No obstante, la capacidad sigue estando ahí. Es cuestión de obligar al cerebro a que preste esa atención. ¿Cómo? Bueno, un neurólogo u otro tipo de experto en la ciencia cognitiva os podría dar una respuesta más elaborada y rigurosa. Yo me voy a limitar a compartir con vosotros algunos trucos que estoy empezando a poner en práctica, y parece que a mi más o menos me funcionan.
Esto me recuerda a un capítulo de una sit-com americana, de esas que solían programar en la sobremesa, junto antes del tele noticias. Uno de los protagonistas, mal estudiante de toda la vida, se veía ante un terrible examen. Durante todo el capítulo intentaba mil y una técnicas para crear la chuleta perfecta. Al final, aprobó el examen. Otro personaje le preguntó cómo había escondido la chuleta, a lo que respondió «de tanto pensar sobre ella, al final me la aprendí de memoria. Así que he encontrado el escondite perfecto, mi cabeza«.
Nuestro cerebro, diseñado para un mundo salvaje, tiene que hacer continuamente un gran esfuerzo para filtrar toda la información sensorial que nos llega. ¿Otro árbol? Bah, aburrido, no es importante. Lo olvidamos. ¿Un tigre? ¡Oye eso es importante! Tigre, peligro… ¡recordar!
En definitiva, con los años, nuestro cerebro llega a la conclusión que un montón de coches en un aparcamiento son mundanos, no merece la pena recordar. La cuestión es enseñarle que no, que recordar ese lugar es importante. Y la mejor forma de hacerle ver que cierta información es importante es hacerle ver que esa información aparece en varios contextos. Es decir, repetirla.
El truco más común es la asociación. Por ejemplo, imaginad que aparcamos en el C5. Al salir del coche, pensamos en qué nos evoca el código C5. «¡Ah! Como el explosivo, pero una C más. ¡El C5 debe explotar que no veas!«. Y por el simple hecho de haber realizado esta asociación, la probabilidad de recordar el dato se multiplica por dos, por lo menos. A lo mejor el código no te sale a la primera, pero entonces piensas «ah, como el explosivo«, y ahí ya lo tienes.
También resulta útil pronunciar el número (yo suelo repetirlo dos o tres veces a mi amada acompañante, que a estas alturas ya me sigue el juego y lo repite ella también). Y escribirlo, no hace falta un papel, simplemente hacer el gesto en el aire. Al parecer, el habla y la escritura utilizan caminos neuronales muy diferentes al simple pensamiento silencioso (por eso la mayoría de mis pensamientos suenan mucho mejor antes de que intente pronunciarlos).
Al final, el celebro dice «oye, ese tío está utilizando esta información de diversas formas, debe ser importante… ¡vamos a recordarlo!«.
Ya sea con ayuda del móvil o de nuestro cerebro, encontrar rápido el vehículo no sólo nos va a ahorrar tiempo y evitar sentirnos estúpidos. También reducirá el tiempo que vamos a pie por territorio comanche… porque, de verdad, la forma en que conducimos por los aparcamientos merece una tesis (o, por lo menos, un artículo a parte).
¿Alguien ha comprobado si la palanquita del intermitente sigue funcionando en un aparcamiento? ¿Y las piruletas de «prohibida la entrada» siguen teniendo el mismo significado? Pero bueno, esa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión.
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Foto | Alex, Virtualtitus, Benson Kua, Health Alseike