Escudado tras la protección psicológica que da un simple cristal laminado, el mal conductor se atreve con todo. Considera a sus involuntarios compañeros de viaje como unos adversarios a los que hay que batir en la batalla por el primer puesto del semáforo. El otro es el enemigo. Es necesario sobrepasarlo en aptitudes y humillarlo de forma pública y notoria. Forma parte del ritual.
El conductor más agresivo, el más intolerante, es a menudo el que menos domina la realidad de cuanto le rodea. Suele ser el que menos comprende las implicaciones de que un cuerpo de una cierta masa se mueva en el espacio a una velocidad dada. Vive en la inopia de creer en sus mágicos poderes como experimentado conductor, ignorando que su vida y la de los demás penden del hilo del margen de seguridad que varios equipos de ingenieros han planeado concienzudamente para poner la parte de sentido común que a él le falta.
Habría que plantearse si el problema de la siniestralidad vial es un problema de educación vial o simplemente un problema de educación, a secas.
Un problema de educación que halla su base en una falsa creencia que a menudo tenemos, consistente en pensar que algo nos es debido por el mero hecho de existir. Que nosotros somos y debemos ser los primeros, caiga quien caiga. Que siempre llevamos razón, ya que nunca nos equivocamos. Que cualquier circunstancia que se entrometa entre nosotros y lo que perseguimos se convierte en un objetivo que debe ser batido, porque de ninguna forma podemos ser menos que el otro.
No nos engañemos. La carretera se ha convertido en el catalizador de nuestras frustraciones cotidianas. No es un problema de no saber comportarnos con el resto de usuarios de la vía como conductores. Se trata de un problema relacionado con nuestro comportamiento en sociedad. Se trata de que nos reservamos lo malo y lo peor de nosotros mismos para ese momento sublime en que, armados con un vehículo, nos disponemos a resarcirnos de nuestros problemas haciendo cosas que en cualquier otro entorno se nos antojarían surrealistas porque nuestro sentido de la ética así nos lo indica.
Es un hecho: de un maleducado se obtiene un pésimo conductor. Y todo pésimo conductor encierra en su interior a un maleducado que sale a la luz en cuanto tiene una ocasión. En los últimos días ha subido como la espuma un vídeo grabado a finales de junio por un cámara freelance de TVG en Baiona (Pontevedra). En él se observa la reacción de una persona que supuestamente ha atropellado a un ciclista.
A la vista de lo que se observa en el vídeo, ¿alguien puede pensar que la protagonista de la historia se pone como se pone únicamente por el incidente que acaba de producirse o acaso hay algo más? ¿El que presenciamos es un problema de educación vial o se trata simplemente de un problema de educación en general?
Imagen | Tobar García