Hablando sobre velocidad de circulación, este es un ejercicio interesante: mostrar el vídeo de un crash-test de Euro NCAP a un auditorio de personas que no han tenido ninguna formación previa en Seguridad Vial, detener la reproducción en mitad de uno de los choques frontolaterales y preguntar de forma abierta cuál consideran que es la velocidad a la que impactan esos vehículos. Otro ejercicio interesante: intentar que sean esos miembros del público que expliquen algo tan abstracto como «qué son 50 km/h».
Tanto en uno como en otro caso, resulta frecuente encontrar muestras de la diferencia que hay entre velocidad percibida y velocidad real. No porque se dé una posición mayoritaria según la cual los choques sucedan a más velocidad de la que realmente se producen o porque se banalice lo que suponen 50 km/h. Simple y llanamente, porque no existe una conciencia de lo que supone cada una de esas cuestiones.
Nuestro cerebro calcula por comparación
Uno de los principales problemas que presenta el autocontrol de la velocidad, que es necesario para una conducción segura y eficaz, es la incapacidad de reconocer la velocidad por pura percepción. Podemos establecer una velocidad de circulación, a ojo, por puro entrenamiento, por comparación con una experiencia previa. Pero sin un conocimiento previo resulta estéril intentar el cálculo (y, por tanto, el autocontrol) de la velocidad.
Para algunas cosas, nuestro cerebro es enormemente estúpido. En muchos terrenos, y el cálculo de las velocidades es uno de tantos, no asimila las informaciones de forma absoluta, sino por comparación con lo que está habituado. Así, si un preconductor ha viajado a menudo a bordo de un vehículo cuyo conductor viaja habitualmente a velocidades excesivas, creerá firmemente que esas son velocidades adecuadas para una conducción segura y eficaz.
No debe extrañarnos, por tanto, que ante la imagen de un crash test haya quien interprete que esos daños se han producido a mucha velocidad. «No sé… ¿100, 120 km/h?», tantean. Otros, esperándose una jugarreta por mi parte, juegan al despiste con velocidades ínfimas.
La cara que ponen todas estas personas cuando comento que no, que son 64 km/h, es todo un poema. «¿Tan poco?», dicen. Y yo digo que 64 km/h no es «tan poco». Lo mismo, cuando hablamos de 50 km/h y, por fin, doy una referencia más tangible, más plástica: «50 km/h equivalen a casi 14 m/s. ¿Qué mide un coche? ¿Cuatro metros y algo? Pues eso, como sobrepasar tres coches en un segundo.»
Pura comparación.
Nuestros cálculos dependen de nuestro estado
Además, sucede que este cálculo depende de varios factores propios del conductor. Lo más evidente es que el sentido de la vista interviene con sus aciertos y sus errores, pero también la atención y la concentración del conductor, su capacidad de previsión, la fatiga y el cansancio que sienta, el grado de serenidad que tenga en el momento de calcular la velocidad que lleva y estimar la velocidad máxima a la que debería estar circulando.
Dicho así, resulta que cuando confiamos en nuestros sentidos para establecer nuestra velocidad de marcha estamos confiando en que sabremos interpretar de forma adecuada cuál es la velocidad máxima que podemos asumir, de forma segura y eficaz, con nuestro vehículo en función de nuestro propio estado, de las condiciones del vehículo y de la situación de la vía, y que no fallaremos.
Como alternativa a todo esto, está la velocidad de diseño, que es la velocidad máxima a la que se puede circular por un tramo de vía en condiciones de seguridad. Seguramente no es la panacea, pero quizá quienes han calculado esta velocidad han tenido en cuenta más factores que los que jamás podrá contemplar un conductor a medida que avanza por una carretera que puede estar llena de imprevistos.
Quizá una correcta observancia de las señales nos eliminaría buena parte de todas estas disquisiciones. Pero para que esa correcta observancia fuera realmente útil, tanto los conductores como los titulares de la vía con el apoyo de las autoridades deberían jugar a un mismo juego, el juego de la confianza mutua, y no el juego del gato y el ratón.