Este spot de los Carabineros de Chile, claro y directo como pocos, es la imagen que me vino a la cabeza hace unos días al leer que en la población alicantina de Alcoy había víctimas de tráfico en los controles de alcoholemia para *concienciar* a los conductores sobre la importancia de la seguridad vial. Y es que el *impacto emocional* de ver las *consecuencias* de una imprudencia es la base para que el conductor abandone sus conductas de riesgo y se acerque con su comportamiento hacia la seguridad.
Volviendo al vídeo y a la filosofía que lo sustenta, lo cierto es que una *emoción* es más eficaz que mil *datos.* Poco me importan las evidencias físicas. Nada me interesan las sanciones. Menos todavía me llaman la atención las estadísticas. Nada de eso me implica porque no me llega a mí como persona. Lo quiera o no, soy un ser emocional, y como tal reacciono cuando un joven en silla de ruedas se me acerca y me dice, simplemente, que *tampoco él se ponía el cinturón de seguridad.* Me implica con su mensaje. Y el resto queda para mí, para mi imaginación y para mi conciencia.
Pero, ¿será suficiente un mazazo emocional para que yo adopte un nuevo hábito?
Eso habría que preguntárselo a mi primo Voluntarioso…
A mi primo Voluntarioso le dijeron que dejara el tabaco de una vez o moriría en breve. Esas fueron las palabras de su médico.
El día que mi primo Voluntarioso *dejó de fumar* diecinueve paquetes diarios comenzó a *mascar chicles de menta* como un loco. Por la mañana se metía el chicle en la boca y durante el día lo _rumiaba_ sin cesar. A todas horas, hiciera lo que hiciera, andaba él moviendo los dientes. Incluso mientras degustaba los macarrones con tomate tan deliciosos que le preparaba su madre, mi tía Eurípidia, Voluntarioso mantenía el chicle alojado en un hueco de la boca, incapaz de prescindir de él por un rato.
A los dos meses tuvieron que extraerle siete muelas completamente cariadas.
Mi primo Voluntarioso guardó entonces los chicles en un profundo y oscuro cajón, y sin darse cuenta se hizo onicófago. *Se mordía las uñas* de forma distraída pero artística. Llegó en su vicio a un punto de sofisticación tal que se modelaba las uñas hábilmente con los incisivos y los caninos como si fuera él un dentudo discípulo aventajado de _Eduardo Manostijeras._ Estuvo a punto de exponer su obra de arte en el MoMA de Nueva York, pero nunca llegó a conseguirlo…
Voluntarioso enfermó gravemente a consecuencia de una infección bucal.
Y murió. Fin de la historia.
Al parecer, Voluntarioso nunca tuvo presente que *un hábito sólo _desaparece_ cuando se reemplaza con otro hábito.* Y que para que una acción se convierta en un hábito, tiene que repetirse tantas y tantas veces que al final ya no sea más que un *automatismo* que se realiza de forma inconsciente, como quien enciende un cigarro tras otro, mastica chicle sin cesar o se mordisquea las uñas hasta el dolor.
Y lo más importante para este caso: quizá un mazazo emocional sí que empujó a Voluntarioso a cambiar de hábitos… pero no en la dirección deseada. La prueba está en que ninguno de esos hábitos alejó a Voluntarioso de la fatalidad prevista por su médico.
En el campo de la *seguridad vial* podemos decir que un conductor que no tiene unos hábitos de conducción segura sólo circulará con seguridad cuando cambie sus hábitos por otros que lo alejen del riesgo. Y para emprender ese camino necesitará una *motivación* que lo haga cambiar de hábitos, tal y como le ocurrió a mi primo imaginario cuando le dijeron que moriría o cuando se le cayeron los dientes a puñados. En el caso del vídeo con que comenzaba el post, ahí tenemos una motivación extraordinaria y bien encaminada hacia la conducción segura y responsable: Yo tampoco usaba el cinturón de seguridad… y mírame ahora.
Ah, pero para adquirir un hábito es necesario *repetir una y otra vez* una misma acción durante un cierto tiempo, como hacía mi primo imaginario con cada uno de sus vicios. De la acción reiterada pasamos a la costumbre, que todavía es consciente, y de esta llegamos al hábito, que apenas percibimos porque lo tenemos automatizado.
Y además, falta por esbozar un detalle que no es nimio. La motivación (del latín _môtus,_ «movimiento») que nos viene dada desde fuera es un buen *empujón externo* para que hagamos cosas. Pero el verdadero *motor* (también del latín _môtus,_ que sigue siendo «movimiento») para que los cambios lleguen viene del *empujón interno* y continuado que nosotros mismos nos damos una y otra vez por pura convicción. Dicho de otra manera, la *motivación interna* es la que nos ayuda verdaderamente a cambiar nuestros hábitos hacia la seguridad.
Con todo esto sobre la mesa, tenemos dos opciones:
Una. Que me visite el chico de la silla de ruedas *cada mañana en el mismo semáforo* hasta conseguir que yo me ponga el cinturón sin necesidad de ver al chico, tal y como salivaba el perro de Paulov al oír la campana de su amo. Y ahí habré sustituido un hábito por otro, y siempre hacia la seguridad.
La otra. Hago una *toma de conciencia sincera,* establezco mi compromiso personal por el cual me prometo a mí mismo que siempre vigilaré llevar puesto el cinturón antes de emprender la marcha y, fiel a este compromiso, repetiré mi acción cada día hasta que automatice este acto y ya no me lo plantee nunca más. Y ahí habré sustituido un hábito por otro, y siempre hacia la seguridad.
Lo cierto es que a mí me parece más interesante la segunda opción. Y, después de todo, enero es un mes para hacer propósitos de enmienda, ¿verdad?
Vía | prnoticias
Foto | Saudi, Visualpanic