En mitad de su descanso vacacional, me viene Jaume con una duda que le ha surgido al hablar con un conocido. Nada, que a su conocido le pusieron una multa en un carril de desaceleración por no adaptar la velocidad a lo que marcaban las señales, y se preguntaba cómo podía desacelerar dentro de la legalidad pero sin ponerse en riesgo de colisión por alcance.
Dejo para nuestro físico de guardia las cuestiones técnicas relativas a las desaceleraciones (o, mejor, aceleraciones negativas), que seguro que nos las explica cuando vuelva por aquí, y me centro yo ahora en la parte normativa, o mejor dicho, en una curiosidad relacionada con el uso que le damos a la normativa según nos interese en un sentido o en otro.
La argumentación del conocido de Jaume se basaba en el desarrollo de la Norma 8.1-IC, señalización vertical, de la Instrucción de Carreteras, que regula cómo deben emplazarse las señales verticales en nuestras vías interurbanas, y citaba el punto 7 de esa norma, que habla de la señalización de velocidades máximas:
La deceleración necesaria para alcanzar una velocidad limitada a partir de otra de aproximación responderá a un modelo de deceleración uniforme por la acción de los frenos, a razón de 7 km/h/s (correspondiente a una suave aplicación de aquéllos) complementada por el efecto de la inclinación de la rasante, después de un tiempo de percepción y decisión de 2 segundos.
Según su opinión y los cálculos que él hacía, para conseguir la desaceleración que se le exigía en aquel punto de la vía el frenazo tendría que haber sido de padre y muy señor mío, lo que de acuerdo con su criterio distaba a todas luces de ser una frenada segura.
Como digo, los cálculos los hará Jaume mejor que yo, pero en cualquier caso me llamó la atención que el sancionado protestara e incluso considerara presentar un recurso sin tener en cuenta otra normativa, que es precisamente la que se aplica a todos los conductores (y de hecho a todos los usuarios de la vía), llamada Reglamento General de la Circulación; concretamente el artículo 132, titulado “Obediencia de las señales”, que empieza diciendo lo siguiente:
Todos los usuarios de las vías objeto de la ley están obligados a obedecer las señales de la circulación que establezcan una obligación o una prohibición y a adaptar su comportamiento al mensaje del resto de las señales reglamentarias que se encuentran en las vías por las que circulan.
Eso, llevado a la práctica y aplicándolo al caso que nos ocupa, significa que, por mucho que nos parezca que alguien la ha liado poniendo un límite de velocidad extraño en un lugar cualquiera, estamos obligados a obedecer la señalización. Luego ya reclamaremos si nos parece que la señal no es correcta. Yo lo he hecho, y hace un año y medio largo miles de españoles lo hicieron a través de una campaña de la plataforma ‘Ponle Freno’.
Sí a la reclamación, siempre que la consideremos justa, que la Norma 8.1-IC está para ser cumplida, claro que sí. Pero la razón para una legítima protesta no debería convertirse en argumento para el incumplimiento de otra norma, la que marca el Reglamento General de la Circulación. Eso sería colocar la primera piedra del malsano ejercicio de reinterpretación de la ley en función del propio interés. ¿O no?