A veces, la naturaleza humana nos lleva a hacer determinadas cosas, incluso a sabiendas que no deberíamos y que al final nos acabarán pasando factura. Pero aún así, no podemos evitarlo. Esto es tan cierto en seguridad vial, como en cualquier otro ámbito.
De hecho, muy probablemente la mayoría de artículos de concienciación podrían empezar con este tipo de razonamiento. Hoy, en concreto, el fenómeno del que quiero reflexionar con todos vosotros es el irracional gusto que tenemos todos nosotros por meter la nariz en las desgracias de los demás.
En concreto, la irresistible tentación que siente cualquier conductor, igual que el resto de pasajeros, al pasar por dónde ha acaecido un desgraciado accidente de ralentizar la marcha para mirar, a ver si tenemos la dudosa suerte de ver un hígado humano desparramado por la carretera. Es lo que a menudo llamamos efecto mirón.
Permitidme que comparta con todos vosotros una anécdota que acaeció no hace muchos años, cuando era usuario de trenes de cercanías a diario (aún lo soy, de forma esporádica).
Resulta que en la salida de mi pueblo hay lo que podríamos llamar un punto negro. Tanto por la carretera nacional que pasa por allí, que tiene una doble curva ciega bastante estrecha, como por la vía férrea, que transcurre a escasos metros de una cala bastante pequeña. Con el peligro añadido que los trenes salen de un túnel escasos metros antes, con lo cual resulta muy difícil verlos llegar.
Antaño, ni siquiera había una valla de protección, así que por desgracia habían ocurrido bastantes arrollamientos mortales a la salida del túnel. Tanto accidentales, como suicidios.
Hoy en día, la cosa está algo mejor. En la carretera han hecho una rotonda para racionalizar el tráfico de vehículos (cosa que no consigue del todo, pero bueno). Y han construido un paso subterráneo para que los peatones puedan cruzar raíles y asfalto con total seguridad. De hecho, a principios de año ya comenté a cerca de las obras en este lugar.
Pero retrocedamos en el tiempo, hasta aquel día, cuando aún la vía del tren estaba completamente desprotegida. Un pobre hombre resultó muerto al perseguir un perro que, asustado, cruzó a la carrera las vías del tren. Por culpa del túnel, no pudo ver ni escuchar el convoy que se le acercaba a toda velocidad. Todo esto, según la versión que pude leer días más tarde en la prensa local.
Como es lógico, el tráfico de trenes se vió algo afectado. El cadáver no puede ser retirado hasta que un juez lo ordene, no sin antes realizar todas las pesquisas necesarias para la investigación. Finalmente, lograron limpiar una de las dos vías, dando paso alternativo a los trenes en ambos sentidos de la marcha.
Como es lógico, pasamos muy lentamente por aquél lugar, por seguridad de todo el equipo policial que aún laboraba en el lugar. Al pasar por el lugar de los hechos, de repente la mayor parte del pasaje se abalanzó contra los ventanales del vagón.
«Mira mira, ahí tapados con una sábana. ¡Mira! Ahí también». Estas palabras procedían de un grupo de señoras de mediana edad, con un tono que si bien seguramente no era de entusiasmo, mostraba verdadero y morboso interés. «¡Que pequeñitos! Parece que sean dos niños». A riesgo de parecer gore, debo señalar que los dos bultos sanguinolentos eran partes de una única víctima, adulta.
Una de las ¿des?ventajas del transporte público colectivo es que mientras dura el trayecto, tienes una ventana a la vida de tus compañeros de viaje. Yo he llegado a presenciar desde intensas negociaciones mercantiles, hasta la dolorosa ruptura de una pareja. En esta ocasión, la providencia quiso que en el viaje de vuelta a casa aquella misma noche, coincidiera con una de las señoras de media edad, de las que en la ida habían estado comentando los restos del pobre hombre.
Pude escuchar como le explicaba a otra amiga el «mal cuerpo» que se le había quedado después de ver lo sucedido. Que no podía quitarse de la cabeza la imagen de la sangre derramada por los raíles, y los trozos de carne bajo un trapo.
Si yo hubiera estado en la conversación, no habría tenido más remedio de preguntar «Entonces, ¿por qué miras?». Al abalanzarte hacia el ventanal, era bastante evidente lo que acabarías viendo. Fue una elección personal, nadie te obligó a mirar… ni a continuar mirando una vez visto el panorama.
Yo debo reconocer que no quise mirar. De hecho, al ver que todo el mundo iba hacia el ventanal de la izquierda, yo preferí girarme y mirar por la derecha. ¿Qué vi? Pues más mirones, abrazados el cordón policial, de pie en el arcén de la carretera contigua, mirando como mi tren pasaba al lado de los restos de un pobre hombre que (como todos) no mereció morir aquél día. Y mucho menos hacerlo a la vista de todos.
Yo, que evité ver la más mínima mancha de sangre, no pude evitar pensar en aquél suceso durante los días siguientes. De hecho, incluso busqué la información que os he contado en la prensa local. La verdad es que una muerte trágica, tan cerca de casa, siempre es un shock. No puedo ni imaginar cómo me hubiera sentido de haber visto los restos mortales. Aunque no tengo que imaginármelo, vi de primera mano como se sentía aquella pobre señora, que se dejó dominar por la curiosidad.
Ahora, años más tarde, como conductor de vez en cuando vivo situaciones similares. Sólo que en este caso, en vez de dejarme llevar por el maquinista, soy yo mismo quien hace avanzar el vehículo poco a poco, evitando poner en peligro las asistencias que están intentando salvar vidas.
Mi actitud sigue siendo la misma. Clavo la mirada en la distancia de seguridad con el coche de adelante, intentando salir de allí tan pronto como tenga vía libre. Invariablemente, todas las veces que me he visto en situaciones desagradables de este estilo, he visto como el coche precedente ralentizaba su marcha, permitiendo que su conductor – y otros ocupantes – escudriñaran el amasijo de hierros, carne y sangre.
¿Por qué lo hacemos? No lo sé. Aunque lo supiera, no es el momento de teorizar sobre la naturaleza humana. Lo que sí sé es que no puede ser bueno, sobre todo para la salud mental, y el derecho a la intimidad de los que se han visto involucrados. ¿A ti, en su lugar, te gustaría sentirte observado?
Pero es que tampoco es una actitud solidaria con el resto de conductores. Este tipo de retrasos no hace más que empeorar la retención provocada por el accidente. Y, además, como cualquier fenómeno que nos haga apartar la atención de la conducción, incrementa el riesgo de nuevos accidentes.
Como he dicho, ni sé ni cual es la causa, ni cómo evitarlo. A lo mejor no es posible, ni deseable; al fin y al cabo, somos humanos y todos queremos seguir siéndolo. En cualquier caso, acepta mi consejo: la próxima vez, antes de girar la cabeza, ten en cuenta que si miras, corres el riesgo de ver.
Fotos | Alpha du centaure, Francesc Alamon