Mirando por la ventana con el teléfono en la mano, esperando
Sobresaltada, apaga el impertinente despertador que ha abortado su sueño. Pero en vez de suplicar los sempiternos cinco minutos más, hoy salta de la cama con una sonrisa en la boca. Porque lo que le depara el nuevo día no es la rutina diaria de trabajo y estudios. No, hoy es ese día de la semana. Hoy va a ver su amor.
No hay tiempo que perder. El plan es pasar el día juntos en un romántico picnic, así que pasará a buscarla pronto. Y hay mucho trabajo de reconstrucción femenina que abordar delante del espejo. Rauda, se despoja del camisón y se mete en la ducha.
Con las últimas gotas del champú especial reparador resbalando por sus sienes, cierra los ojos soñando en el día que van a pasar. El merendero escondido en la sierra debe estar precioso en esta época del año. La última vez se cruzaron con unos jinetes… ¡qué hermoso era aquél caballo blanco! Si hay suerte, a lo mejor hoy pueden volver a verlo.
Volviendo a la habitación, con una toalla envolviendo su aún húmeda piel, nota una luz intermitente en el móvil que yace en la mesita de noche. Un mensaje corto. «¡Salgo ya! Me he puesto el perfume que te gusta,… te veo en tu puerta en una hora».
Tras unos segundos flotando en los cielos de Babia, evocando el hormigueo que siente cada vez que nota la fragancia, la muchacha empieza a estresarse. Vestirse, pintarse las uñas, peinarse, maquillarse,… Manos a la obra, ¡No hay tiempo!
Tras un intervalo de tiempo indeterminado, efímero para las mujeres pero eterno para los hombres, nuestra protagonista está lista. Se sienta en su cama y mira de nuevo su teléfono. Nada, ninguna señal de la llamada perdida que señala que su amorcito ha aparcado delante de su puerta. Resopla satisfecha por haber conseguido, por una vez, la proeza de terminar a tiempo.
Esta vez, será ella quien espere. Decide aprovechar para dejar su habitación más ordenada. No es que esté hecha un desastre (por lo menos, según la definición del término para la mayoría de seres humanos del género masculino), pero… es que debe estar perfecta.
Llevando el camisón y la toalla aún húmeda al cesto de ropa para lavar, se extraña que su chico no haya llegado. Normalmente no tarda tanto. Cada vez, acostumbrado a las carreteras y conocedor de los atajos, acorta más la escasa hora de trayecto que une sus domicilios.
Mientras estira las sábanas, empieza a preocuparse. Tranquila, se dice, tampoco es tan tarde. A lo mejor después de escribir el mensaje tuvo una indisposición y debió pasar por el baño.
Al ordenar los apuntes esparcidos por el escritorio por asignaturas, su intranquilidad aumenta. A lo mejor el coche le ha fallado. Desde un tiempo atrás, el motor emite sonidos inusuales. El ruidito, como él lo llama.
Cuando devuelve a la estantería un libro de texto, piensa que quizá ha pinchado. Se imagina a su media naranja sudando con el gato, intentando levantar el coche para cambiar el neumático. No se le dan nada bien estas cosas. Intenta esbozar una sonrisa al imaginar la situación. Sus labios no responden, formando una mueca torcida.
No mucho más tarde, se encuentra enfrascada en la tarea de ordenar los libros de la estantería de forma alfabética. Debe haber pillado caravana. Bueno, en fin de semana no es que se formen muchos atascos. Quizá ha habido algún tipo de accidente que dificulta la circulación.
Descontenta con el resultado, decide reordenar los libros por tamaño, primero de menor a mayor y después al revés. ¿Y si el accidente lo ha tenido él? Quizá ahora está rellenando el parte. O quizá no puede hacerlo…
Visto que el mantenerse ocupada no sirve para dejar de pensar, vuelve a sentarse en la cama. Con la mirada fija en el infinito que hay al otro lado de la ventana de su habitación, agarrando con fuerza el móvil que debe darle la ansiada señal.
Ahora, esto es una historia de ficción. Podemos imaginar un final feliz, con el teléfono sonando justo cuando la primera lagrima recorre su mejilla. O podemos ponernos melodramáticos e imaginar que quien marca el número de nuestra protagonista es un policía encargado de dar la mala noticia.
Da igual, ponedle el final que queráis. No importa, es ficción. Lo que verdaderamente importa es como acaben todas las historias reales, todos los trayectos que recorren nuestra red de carreteras.
Porque, lo sepamos o no, ya sea en sentido figurado o al pie de la letra, cada vez que nos ponemos al volante hay alguien que nos espera mirando por la ventana con el teléfono en la mano.
Fotos | The Raggedy Man, Megyarsh