Los dos lados de un vado

Jaume

16 de septiembre de 2009

Toda historia se puede ver desde varios puntos de vista. Y la de hoy no es una excepción. Tiene dos protagonistas, ambos la ven de forma muy diferente.

Empecemos por Antonio. Tras tantos y tantos kilómetros, para él el coche no es más que una herramienta que le permite llegar a donde necesita, pero sin pensar en ello demasiado, ya está un poco de vuelta. Aunque reconoce que a veces se salta alguna que otra normal, es plenamente consciente de que debe conducir de forma segura si no quiere exponer los suyos a peligro.

Hoy, Antonio tiene un poco de prisa. Su hijo mayor le ha pedido que compre un libro que necesita para el colegio, y resulta que sólo lo tienen en la biblioteca del pueblo de al lado. Quiere ir tan pronto abran por la tarde, ya que a las seis debe recoger a su otro hijo a la salida del entrenamiento.

No conoce mucho el lugar. Ha tenido que dar un par de vueltas para encontrar la calle correcta. Cuando por fin lo hace, ¡vaya! no encuentra sitio para aparcar. Ambas aceras están a rebosar. No tiene más remedio que avanzar un poco. Por fin divisa un hueco… pero no le sirve, es la salida de un garaje privado, marcado con un precioso vado. A Antonio le recuerda lo que antaño ponía en las tapas del yogur: siga buscando.

Tras rodear un par de manzanas más, se empieza a desesperar. Ya es la media, tiene que darse prisa o su hijito se quedará tirado. Decide volver a pasar por la calle de la librería, a ver si alguien ha tenido a bien retirar su coche. Nada, no hay suerte. Cuando vuelve a ver el vado, su desesperación pasa por delante de todo yogur.

Tras aparcar delante de la puerta del garaje con una rápida y precisa maniobra, sale a la carrera hacia la librería. Se para un momento y mira atrás. «Ya sería casualidad que alguien quisiera salir ahora«. Mira el reloj. Tiene que estar de vuelta a su pueblo en 25 minutos.

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Mientras tanto, Juan había ido a hacer la compra con su mujer. Sus hijos ya son lo bastante mayores como para volver solos a casa, así que no tienen mucha prisa. Han comido en el centro comercial de las afueras del pueblo, y pasado por todas sus tiendas un buen par de horas.

Con el coche lleno de alimentos y caprichos, bajan por la calle principal de su localidad justo cuando Antonio hace cola en la librería para pagar. Giran a la derecha. Al ver las hordas de coches aparcados Montse, la mujer de Juan, comenta la suerte que tienen de tener garaje. No sólo les garantiza el sitio y la seguridad de su coche durante la noche, sino que descargarán el maletero ya dentro de su propia casa.

Sin embargo, una sorpresa les espera. Alguien ha depositado un vehículo bloqueando la entrada a su domicilio. Juan y Montse se sienten poco menos que violados. ¡Un sinvergüenza no les permite entrar a su propia casa! Juan, nervioso, mira al rededor en busca de alguien que retire el obstáculo.

Nadie, ni un alma… excepto la del conductor del vehículo que se ha tenido que parar justo detrás de él. Es una calle estrecha, no podrá pasar hasta que Juan pueda entrar en su casa. Hace sonar insistentemente su claxon, mientras gesticula nervioso para que el conductor de atrás se haga cargo de la situación.

Los pitidos han alertado a muchos ojos curiosos, que desde las ventanas de los edificios cercanos observan como ya hay cuatro vehículos esperando. El quinto, al ver el panorama, decide dar varios metros marcha atrás para desviarse por una calle transversal. Justo cuando iba a girar, el sexto coche se lo impide. Casi colisionan.

Dentro de la librería, el sonido irritante del claxon no ha pasado desapercibido. Antonio está segundo en la cola, esperando pacientemente que el dependiente termine de envolver el libro lleno de dibujos que una anciana acaba de adquirir para su nieto. Mientras sus dedos coquetean con el celo, el hombre levanta la vista hacia la puerta y se pregunta en voz alta sobre lo que estará pasando.

Antonio, casi avergonzado, responde tímidamente «escreo que… es mi coche, lo he dejado mal aparcado. ¿Me guarda el sitio en la cola?». Al ver que sólo llevaba un libro y el dinero en la mano, el buen dependiente decide abandonar por un momento su intento de papiroflexia para cobrarle. En agradecimiento, Antonio se va sin exigirle el euro y medio de cambio.

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Juan ya está de los nervios. El conductor de atrás le pide, voz en grito, que se mueva de ahí, que dé la vuelta a la manzana o algo. Por fin ve a alguien acercarse corriendo con cara de culpable. Nuestros protagonistas deciden intercambiar un par de obviedades: «lo siento, no había más sitio, tenía prisa y…», «¿pero no ves que es un vado?».

Montse decide intervenir, señalando la cola de coches, les recuerda a ambos que sería buena idea que cada cual pusiera en marcha sus respectivos vehículos. Bueno, en realidad dijo algo así como «mentecato, quita tu chatarra de mi casa», pero en el fondo la intención era esa.

Un minuto más tarde, la calle vuelve a ser un remanso de paz. Antonio llega justito a recoger a su hijo. Sabe que no se podía aparcar en aquél vado, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Sólo era un momentito, no hacía falta que se pusieran así. Había perdido mucho tiempo buscado sitio, y tenía prisa.

Mientras tanto, Montse está enfrascada colocando la carne recién comprada en el congelador. Su hijo la observa, preguntando al padre sobre el escándalo que se acaba de armar. Juan argumenta que no podía hacer otra cosa, alguien no le dejaba entrar en su casa. Como si no pudiera perder un par de minutos en caminar desde un aparcamiento legal.

Nuestros dos protagonistas no se volverán a encontrar nunca más, probablemente. Pero, a partir de ahora, ambos tienen una cosa en común: una cana más sobre sus cabezas.

Fotos | ivalladt (1 y 3), Daquella manera