Supongo que la gran mayoría de los que frecuentáis estas páginas dedicadas a la seguridad vial sois sobre todo conductores, aunque todos sin excepción jugamos el rol de pasajeros de vez en cuando. Con mayor o frecuencia, en ocasiones nos vemos en el interior de un vehículo manejado por otra persona. De hecho, durante los primeros años de nuestras vidas (por lo menos 18, a veces más) no había alternativa a ser pasajero forzoso.
No obstante, tras unos años de emancipación vial, los que nos convertimos en conductores habituales la sensación de sentirse pasajero ocasional se convierte en extraña. Porque estamos cediendo la responsabilidad de transportarnos de forma rápida y segura a otra persona. Sin embargo, esa responsabilidad no emana del aire, ni de la tarjeta rosa que el conductor lleva en la cartera; somos nosotros mismos quienes le otorgamos dicha responsabilidad al aceptar convertirnos en pasajeros.
Al final, el viaje como pasajero se acaba convirtiendo en una constante comparación con nuestros propios hábitos. Y aunque esas comparaciones a menudo se acaban por convertir en debate, incluso en discusión, al final acaba por prevalecer el principio de «yo siempre conduzco así y sigo vivo». Porque, a todos los efectos, una vez gira la llave y la combustión de los hidrocarburos impulsa los pistones, todo el control pasa a manos y pies del conductor. Ya no podemos seleccionar la velocidad que consideramos segura, ni cuando ceder el paso, ni cuando adelantar,… estamos en sus manos.
Pero, insisto, somos nosotros los que concedemos ese control en el momento de aceptar subirnos al vehículo. No obstante, es un control del que raramente hacemos uso. Ni siquiera cuando sentimos ciertas reservas sobre la forma en que sabemos que conduce nuestro ocasional chófer. Hay cierta convención social que nos obliga a no decir nada, y subirnos al coche sin rechistar. Es como si debiéramos aceptar que por el simple hecho de tener un coche y un carné, cualquiera ya es digno de cuidar de cualquier vida.
Por ejemplo, hay muchas ocasiones en que un grupo de gente tiene que repartirse en diferentes coches para ir a algún sitio. Al final, siempre hay alguien a quien le toca ir en el coche de alguien a quien apenas conoce. Una situación con cierto compromiso, ¿verdad?. Pues yo nunca he visto que el improvisado pasajero preguntara sobre la forma de conducir e historial de siniestros de la persona a que va a confiar su vida. O, por lo menos, por el estado de revista de los elementos de seguridad del vehículo.
Digo todo esto siendo consciente de que nadie quiere morir en una cuneta. Y si alguien pensara que su forma de conducir podría costarle la vida a alguien, cambiaría de actitud sin dudarlo. Y de hecho, esta especie de autoconfianza en la habilidad de circulación es imprescindible, una conducción encorsetada por el miedo puede ser tan peligrosa como la peor de las temeridades.
Es decir, doy por hecho que mi improvisado chófer siente que su forma de actuar es la más adecuada. No obstante, no deja de ser cierto que algunos conductores son más conscientes que otros de lo que hay en juego cuando se ponen a los mandos de máquinas que en minuto y medio consumen lo equivalente a un día de la dieta recomendada por la OMS.
En el fondo, todo conductor acaba estableciendo un compromiso entre agilidad y seguridad. Un compromiso con el que se siente cómodo y seguro sin tener que renunciar en exceso a la oportunidad de llegar lo antes posible a su destino. Dado que es imposible de obtener la ausencia total de peligro, todos acabamos por alcanzar nuestro equilibrio del riesgo aceptable.
Lo que yo me pregunto es, ¿por qué estoy obligado a correr lo que para mi es un riesgo inaceptable cuando estoy de pasajero? Pues,… yo no tengo respuesta.
Al final, en dar respuesta a esa pregunta radica la responsabilidad del pasajero. Quizá sea una inconveniencia social, quizá complique la logística de un acto social, pero cada cual debería responsabilizarse de no ponerse en una situación donde realmente no se respeten los mínimos de seguridad que cada uno elegimos.
Lo que, personalmente, no veo tan bien es que el pasajero intente modificar la naturaleza del conductor. Sobre todo, si eso se hace en marcha. Porque un conductor condicionado por su pasaje no puede sentirse realmente a gusto; a parte de que, si se deja convencer, es que realmente su equilibrio en la dicotomía agilidad-seguridad no está tan bien definida como debería.
En el fondo, todos somos dueños y responsables de nuestra propia vida. Y debemos ser conscientes que, en realidad, cualquier control que otros obtengan sobre nosotros solo puede proceder de una cesión por parte nuestra, consciente o no. Con la que está cayendo, deberíamos ser conscientes de este principio de la dignidad personal en muchos ámbitos de la sociedad… Pero es especialmente importante en cuestiones de seguridad vial, donde un solo error puede cambiar para siempre nuestra vida. O terminarla.
Fotos | Katie Brady, Greg Walters