En el primer artículo de esta serie vimos como la geometría circular de las ruedas hace que la fricción contra el suelo no frene los vehículos. Es más, dicho rozamiento deja de ser un problema para ser el responsable de todo el movimiento y el control del coche. Veamos por qué.
Recordemos que el origen microscópico de las fuerzas de fricción radica en el encaje de las irregularidades de las superficies, que aunque a simple vista nos parezcan lisas en realidad tienen irregularidades, con un perfil similar a una sierra. Por el momento supongamos que el objeto situado encima del pavimento (la rueda) no está resbalando sobre la superficie. Es decir, estamos en fricción estática, el punto de contacto no se mueve. Para que empiece a deslizarse, aplicamos sobre él cierta fuerza lateral. Si dicha fuerza no es suficiente para romper el encaje entre ambas superficies, el movimiento no será posible. Es decir, la fuerza de fricción estática será capaz de compensar cualquier fuerza que intente desplazar las dos superficies hasta cierto límite.
Bien, armados con toda esta teoría, vamos a poner nuestro coche en marcha. Impulsadas por el motor, las ruedas motrices intentan girar. Al hacerlo, el punto de contacto con el suelo intenta desplazarse hacia atrás. Como hemos dicho, la fuerza de fricción aparecerá para intentar compensar el deslizamiento de la goma que está en contacto con el asfalto (flecha verde en la imagen siguiente). ¿Cómo se compensa algo que intenta moverse hacia atrás? Pues sí, los has adivinado, aplicando una fuerza hacia adelante (flecha roja en la imagen). Esta es la fuerza que impulsa nuestro coche.
Cuando llegamos a nuestro destino, la historia se invierte. Accionamos los frenos, que – mediante elementos internos que también funcionan a base de fricción – intentan detener el giro de la rueda. Es sencillo darse cuenta que si se detuviera el giro de la rueda cuando el coche se mueve a gran velocidad, esta vez la goma se arrastraría hacia adelante. Por lo tanto, para evitar que haya este deslizamiento el suelo reacciona aplicando una fuerza de fricción hacia atrás, deteniendo nuestro vehículo.
Pero, como hemos dicho, la fuerza de fricción tiene un límite. Si aceleramos demasiado rápido, o peor aún, si frenamos demasiado fuerte, es posible que el encaje entre las dos superficies llegue a romperse y la rueda empiece a derrapar. Una vez se ha iniciado el deslizamiento entre ambas superficies, los «dientes de sierra» que las forman a penas tienen tiempo suficiente para volver a encajarse. Es decir, cuando entramos en fricción dinámica o cinética, la fuerza que se opone a continuar el movimiento es, normalmente, considerablemente menor. Este efecto puede verse fácilmente al arrastrar muebles: lo más difícil es vencer la resistencia inicial, pero una vez ha iniciado el desplazamiento, no es tan difícil continuar empujando.
En conclusión, la fricción ha dejado de ser el enemigo a vencer, para ser la fuerza que nos permite tanto acelerar como detenernos cuando nos conviene. De hecho, como veremos en el próximo artículo, también es la encargada de controlar la dirección. El control del vehículo depende completamente de que la fricción entre neumático y pavimento sea máxima. Como hemos visto, para que sea máxima es necesario que estemos en régimen estático, es decir, que no se llegue a producirse el derrapaje (para eso sirve el ABS, por ejemplo).
Fotos | ScrapNancy, Baccharus