El estado de Nevada ha concedido a Google la primera licencia de conducción autónoma, lo que da alas a la empresa del buscador no tanto a circular por las vías americanas, que ya lo venía haciendo desde hace años en periodo de pruebas, sino a conseguir su propósito más allá de Nevada y California, donde tiene su sede el gigante de internet y donde no es necesario un permiso especial para desempeñar este tipo de actividades. Quizá un día lo veamos funcionar en otros continentes.
El concepto no es nuevo. La idea de la conducción autónoma se remonta a la Feria Mundial celebrada en Nueva York entre 1939 y 1940, cuando dentro de la sección Futurama, dedicada a recrear el futuro a 20 años vista, se exponía una muestra de coches eléctricos alimentados por un circuito integrado en la calzada y dirigidos por radiocontrol. Ahora, aquel futuro está más cerca que nunca.
Tras esta primera aparición, el coche automatizado cae en el olvido, hasta que a finales de los años 70 se investiga en Japón, donde las aplicaciones de la tecnología electrónica comienzan a despuntar. Ya en los 80, tanto Europa como Estados Unidos retoman la investigación con un par de proyectos que cambiarán el mundo de la conducción autónoma: el proyecto Eureka Prometeo en nuestro continente y el proyecto militar Darpa en América.
En Estados Unidos, los Darpa Grand Challenge representan un modo de avanzar en investigación por la vía del concurso. Son carreras de coches autónomos, y de las ediciones de 2005 y 2007 sobresale un ingeniero alemán llamado Sebastian Thrun que pronto ficha por Google, primero para fundar el servicio Street View, y más tarde para liderar un proyecto de coche autónomo en la empresa del buscador.
En la actualidad, hay otros proyectos de conducción autónoma. Un ejemplo es el de la Universidad de Stanford, que investiga con Volkswagen cómo serán los automóviles que se guíen por sí mismos. Con todo, el proyecto Google es el más vistoso, entre otras cosas porque cuentan con una plataforma de comunicación envidiable para dar cuenta de los avances de sus investigaciones.
Y ahora les han dado permiso para circular por Nevada. ¿Qué podemos esperar en adelante?
Imaginando la conducción autónoma
Imaginemos un entorno vial en el que el conductor humano queda reducido a la mínima expresión. O que desaparece. Las máquinas están conectadas entre sí y a la red viaria. Los coches autónomos no entienden de distracciones ni de cansancio, no beben ni fuman, no se encuentran mal, no toman mayores riesgos porque sí, no rebasan los límites de velocidad y por el contrario adaptan su ritmo en todo momento a las circunstancias del tráfico.
Imaginemos que esto ocurre, que las infraestructuras se comunican con los vehículos y los vehículos se comunican con los vehículos. Imaginemos por lo tanto que los fabricantes y las administraciones han llegado todos a un acuerdo y las redes car-to-car y car-to-x son ya un estándar más, como lo es el diámetro del boquerel del surtidor de combustible o las bujías que lleva dentro un motor de gasolina.
Esto es importante. Ya tenemos las tecnologías que nutren la conducción autónoma. Algunas acaban de salir del laboratorio de las nuevas tecnologías y otras, por el contrario, son inventos de hace muchos años; tantos, que ya los equipan los coches que se comercializan. Detectores de obstáculos, actuadores sobre el sistema de dirección y de frenado, control de la aceleración y de la tracción, orientación por radar y por GPS, convoyes de carretera guiados por un solo vehículo… En realidad, la industria está esperando un pistoletazo de salida y lo único que necesita es inversión económica y someterse a unos ciertos estándares.
No es tan difícil como parece, así que seguimos imaginando.
En tales circunstancias, el tráfico dejaría de ser un problema de salud pública y la conducción pasaría a ser pura circulación vehicular sin ruidos ni distorsiones, ejecutada limpiamente mediante el uso aplicado de la Matemática y la Física. Sin la actitudes del conductor, se eliminarían del 70 al 90 de cada 100 siniestros viales, y está por ver que no fueran más. ¿Qué tal si los mismos coches se negaran a arrancar como medida de protesta por el mal estado de los neumáticos o los frenos?
Y en cuanto a la circulación, ¿qué podemos decir? Gracias a la comunicación intravehicular, quizá sería posible prescindir hasta de semáforos y rotondas, ya que los coches harían lo que a los humanos se nos resiste tanto: compartir la vía con educación y disciplina. Primero un coche y luego el otro, como si cada vehículo fuera un documento de la cola de una impresora. Los sistemas informáticos, bien programados, son ordenados, porque no saben ser de otra manera. Ah, y si se los programa bien, además son incapaces de cometer imprudencias, así que buena parte de los imprevistos de la circulación se extinguirían por sí mismos.
Eso sí, hay que programarlos bien, y aquí está en realidad la primera dificultad del sistema de la conducción autónoma. De un lado, porque el programador no podría fallar por muy humano que fuera. Y del otro, porque la seguridad de todos requeriría que nadie se saltara los protocolos establecidos de origen. Vaya, que lo de tunear el sistema (otro factor humano) como que no. Segunda dificultad: que si apelamos a unas infraestructuras y unos vehículos interconectados, ¿dónde irían a parar en el futuro los coches del presente? De hecho, esa es la gran dificultad de este y tantos otros sistemas que se presentan: que se conciben como funcionales en una realidad paralela donde todo encaja con todo.
2020 será un año determinante en el mundo de la circulación de vehículos. China mantiene para entonces el objetivo de liderar la automoción eléctrica, Google tiene puesta ahí la meta de la conducción autónoma y además culmina el Decenio de la Seguridad Vial. A partir de la próxima década, quizá algunos de los parámetros que empleamos hoy en día para hablar de la movilidad segura hayan cambiado para siempre. Al fin y al cabo, si miramos a qué ritmo evoluciona la tecnología, todo es posible.
Foto | Steve Jurvetson (1, 3), Spaceape (2)
Vídeo | Amanda Erickson