Esta fue la última vez que posaron juntos ante una cámara, aunque en aquel momento no eran conscientes de eso. Faltaban Juan y Marga y el pequeño Raúl, que estaban por llegar, pero los tres hermanos, el padre, la madre y la abuela, que como siempre se resistía a salir en la foto, quedaron inmortalizados por el piloto automático en una imagen tomada para pasar el rato antes de la comida de Navidad y que, vista con los ojos del presente, estremece.
Mientras Rubén abrazaba a Víctor y a Marisa, Juana miraba distraída hacia un lado, sonriendo todavía por la tontería que su hijo menor acababa de soltar. En un rincón, la abuela repetía que ella no quería fotos. Julio estaba inquieto. Su primogénito no había llegado todavía y eso le extrañaba. Ni el chico ni la nuera habían llamado, y Julio sentía que aquello no era normal.
Después de un cuarto de hora la preocupación se había extendido hasta cubrir toda la mesa por completo, relegando a un segundo plano el mantel planchado para la ocasión, los platos de día de fiesta y los opíparos manjares que aguardaban en la cocina a que cada uno de los nueve servicios tuviera ya sentado a la mesa a su comensal.
Sin pensarlo más, Marisa llamó a su cuñada Marga, a ver si había pasado algo con el niño y se habían retrasado. No contestaba. Colgó. Volvió a llamar a Marga, suponiendo que el móvil dentro del bolso sería algo difícil de oír al sonar. Nada. Ni siquiera saltaba el contestador. El teléfono de Marga debía de estar dando un recital completo a quienes se encontraran cerca del aparato, pero nadie descolgó para atender a la llamada.
Víctor decidió marcar el número de su hermano Juan ante las protestas de su madre. No debía molestarlo si estaba conduciendo, le decía ella mientras él le hacía un gesto cortante para que callara mientras fruncía el ceño en busca de concentración. Víctor escuchó el tono de llamada cinco, seis, siete, ocho veces y luego perdió la cuenta, hasta que la operadora rechazó la llamada. Lo volvió a intentar pulsando ansiosamente la tecla verde de su móvil, pero el intento no llegó a ninguna parte.
Julio no paraba de caminar, comedor arriba, comedor abajo. Algo no iba bien, desde luego. Él, él… conocía a su hijo, sabía que era un chico… que era un chico, un chico responsable, así que un retraso así no era como para estar tranquilo, desde luego que no. ¿Dónde estaría Juanito? De pronto lo vio aquel día que sin querer rompió el cenicero de cerámica con el escudo del Real Madrid que tanto le gustaba a Julio. Sollozando, llorando con lágrima viva, Juan le había dicho que se le rompió sin querer al cogerlo para mirarlo de cerca, y que le compraría uno nuevo con el dinero de la hucha.
“¿Y si les ha pasado algo?”, se preguntó Rubén rompiendo el silencio que había mantenido mientras sus hermanos buscaban a Juan y a Marga y dando forma de palabra a todo aquello que a los demás hacía largos minutos que les rondaba por la cabeza. La abuela lanzó un hondo y agudo quejido por respuesta, que se convirtió en la expresión no verbalizada de un sentimiento compartido por todos.
Sonó el timbre con un lánguido tañer que dio paso a un aliviado correteo familiar hasta la puerta. Abrieron. Dos agentes uniformados les desearon buenas tardes, por pura educación.
Foto | José Carlos Cortizo Pérez
Nota: Esta historia es una ficción, basada sin embargo en muchos casos reales. La foto de cabecera no está directamente relacionada con los hechos narrados, sino que se emplea a efectos meramente ilustrativos.